10 de noviembre. En la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos promulgada el 4 de octubre de 1824 se estableció la división del Supremo Poder de la federación en Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
La división de poderes se basa en la teoría de John Locke y Montesquieu, quienes plantearon la necesidad de implementar un sistema de contrapesos y equilibrios que evitara que las decisiones de gobierno se concentraran en una sola persona.
Este principio se ha mantenido vigente hasta nuestros días, pues está plasmado en el artículo 48 de nuestra Carta Magna; sin embargo, durante gran parte de nuestro devenir histórico ha sido letra muerta. Para nadie es un secreto que durante el Gobierno hegemónico del PRI prevaleció un presidencialismo caracterizado por la concentración del poder absoluto –o casi absoluto– en el mandatario en turno, pues los poderes legislativo y judicial se limitaban a ser ejecutores de la voluntad presidencial.
Las luchas por la democratización del país lograron que en la década de los 90, pero sobre todo a principios de este siglo, el Congreso se convirtiera en un contrapeso para el Ejecutivo, gracias a una mayor presencia de la oposición en las cámaras, y que el Poder Judicial empezara a actuar con relativa independencia.
Desafortunadamente parecería que en los últimos años el país ha retrocedido en este tema, porque a semejanza de lo que ocurría en las mejores épocas del priismo, la mayoría parlamentaria ha renunciado a su función y se ha limitado a aprobar, “sin cambiar una coma”, las iniciativas del presidente.
El hecho de que el partido en el poder y sus aliados no tengan mayoría calificada en las cámaras ha impedido que realicen reformas constitucionales, pero no ha sido obstáculo para que reformen las leyes secundarias para adecuarlas a los deseos del Ejecutivo y allanar el camino a actores políticos afines, a quienes la ley no les permitía acceder a una candidatura, a un cargo público, o realizar actos contrarios a la legislación vigente. Ejemplos sobran, pero baste citar algunos de los más sonados, como los conocidos popularmente como “Ley Taibo”, “Ley Zaldívar”, “Ley Nahle”, “Ley Barbosa” y “Ley Bartlett”.
Durante muchos años la mayoría de los ciudadanos ha visto con desinterés las elecciones de diputados y senadores porque no ha dimensionado la importancia de los poderes Legislativo y Judicial. Para que estos sean realmente un contrapeso y un factor de equilibrio en el ejercicio del poder, es indispensable que sean realmente independientes.
La razón de ser de la división de poderes es evitar que una sola persona abuse de él en perjuicio de los derechos y las libertades ciudadanas, como ocurre en los regímenes dictatoriales.
Por ello habrá que preguntarnos si es conveniente para el fortalecimiento de la democracia otorgar a una sola corriente política –sea esta cual fuere– la mayoría necesaria para modificar no solo las leyes secundarias, sino la propia Constitución.
Ante la imposibilidad de modificar nuestra ley suprema, violar la ley o burlarla con trampas y chicaneadas se ha convertido en una práctica común. Un impedimento para ello ha sido el Poder Judicial, que ha asumido su papel de garante de la constitucionalidad.
La propuesta de que los ministros y jueces sean electos por el voto directo de los ciudadanos podría verse como un avance democrático, pero en el fondo conlleva el riesgo de que un órgano que es y debe ser estrictamente técnico, se convierta en un espacio político. El que los ministros, magistrados y jueces tengan que hacer campañas en busca del voto popular implicaría poner la justicia en manos de los partidos políticos, de los grupos de poder económico y, en el más grave de los casos, del crimen organizado. Solo los ingenuos podrán pensar que los poderes fácticos se mantendrían al margen y no meterían las manos en los eventuales procesos para elegir a los miembros del poder judicial.
Los contrapesos y equilibrios son indispensables en un sistema verdaderamente democrático. A pesar de sus limitaciones, su existencia en las tres décadas anteriores permitió la construcción de los acuerdos que se concretaron en reformas legales, sin las cuales la transición democrática y la alternancia en el poder, simplemente no habrían sido posibles.
Sin contrapesos y equilibrios, lo que queda es el poder absoluto que más temprano que tarde se vuelve en contra de los ciudadanos. No hay que olvidar que el poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente.
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